Su obsesión, su noica, eran las cabezas rubias. Iba por ellas con un péndulo en la memoria de su mano derecha, como una audaz head hunter de buen casorio, de un amarre duradero en el tiempo.
A pesar de las noticias venenosas que poblaban las calles de Lima: refugiados de la guerra en Oriente que invadían el corazón histórico de Europa, colapso financiero del patriarca de los países, la inminente tercera guerra mundial, su pensamiento se adhería a un irrenunciable contrato con firma y huella, de pareja y parejo, sacramentado ante un dios blanco que no tenía bandera, que actuaba solo por billete fuerte.
Al despertar escribía un plan diario con actividades relacionadas al objetivo. Antes de abandonar su casa, desechaba las hojas escritas y repasadas al límite, como algodones cargados de sangre en el tacho de basura, por una supuesta vergüenza que la invadía, pero después.
El pasaporte, librito de sellos al agua y permisos de tránsito, sería como un avión de papel para superar el trauma de la visa, los podridos trámites con esos charlys burócratas de las embajadas cargados de café y nervios; iría a ciegas por cualquier aeropuerto, con el ticket de avión en estado de promesa, prorrateado en veinte cuotas, con el equipaje lleno de tesoros peruanos, ,nadie en este mundo le haría un quede, una mueca desaprobatoria, sería tratada y vista como una doña, una rica patrona en estado de fuga permanente.
Y así para alegrarse y refrescar el pensamiento, recordaba una lejana y tímida conversación con una cabeza rubia de la tierra del tango, que la perfumaba con su acento, la acariciaba con esos shooo, esos visteee importantes, que salían de su bragueta como una cereza que coronaba como flecha sus enredados cuentos íntimos, esos frecuentes: no tengo ni para morfar, la desdoblaron en felicidad y caridad por un temporada muy, pero muy gris. Él logró quitarle un beso desprevenido, en el tejido de sus palabras ella sintió una premonición de salida, como si ese contacto de labios y muslos húmedos la hubiera puesto en primera clase en el histórico Parque Lezama del barrio de San Telmo, que no conocía pero del cual había escuchado demasiado- del frío, de las hojas que caen- en un rollo gigante de vocales armoniosas, que viajaban revestidas de una promesa de amor.
Pronto, tal como lo había planeado, alguna cabeza solitaria que sobrevolara el melancólico centro turístico de Lima , la llamaría junto a su asiento para llevarla de la mano a su espacio, cruzando carreteras alcanzarían el paraíso: bosques incorporados a las ciudades, donde saltaban por el verde interminable los felinos felices, los venados; las ardillas conversaban sin hambre, sin refugio frío, con libertad y paz duradera, templada para sus palabras, sin la altisonante bulla del Caribe zumbando los oídos, moviendo los cuerpos de los barrios de Lima como demonios, tan solo el éxito existía, el respeto para dirigirse a la autoridad y al prójimo.
En su barrio de Piñonate, esas cabezas eran mínimas, difíciles de encontrar, por temporadas, cuando la fruta maduraba, aparecía extrañamente una testa clara entre el cuerpo gigante del público comprador y los camiones que invadían las calles con grandes bocinas que arreciaban el oído, para rematar las papayas todavía verdes, los mangos lujuriosos del norte, los plátanos bellacos mosqueados, los cereales como píldoras, los animales comestibles, vivos y todavía belicosos.
A ver, se acaba, de la tierra a su mesa, se acabaaa.
Por temporadas la merca traía pinta, entre los robustos sacos de rafia, aparecían cabezas castañas como el azúcar, pero sin ningún poder a la mano, con tinte capilar falso y barato, de facha nacional somnolienta, sin ese pasaporte salvador, solo con su alma limpia a simple vista.
En los barrios exclusivos de Lima por el contrario, a los jóvenes de su edad, el futuro no les preocupaba por el momento, daban saltos mortales todo el día con vehemencia, volteando el cielo bajo sus cabezas, superando con huevos de acero poderosas vallas de púas en lujosos parques de bicicross que miraban al mar ante un abismo interminable.
Cabelleras rubias y limeñas, al viento, lucían inadvertidas, sus muslos tatuados, la velocidad mecánica traspasaba el cuerpo invisible de Pamela a toda marcha, en dos, en una rueda de gran cocada, superaban sus ideales puros de corazón. El sentimiento amistoso y dulce de Pamela era ignorado a ritmo de bike arenera y skate . Su amistad fraterna, sus maneras para hacer amistades, su voz clemente aquí no…encajaba.
En el mar de balnearios exclusivos, esas mismas cabezas resplandecían con el sol y su figura se hacía cada día más amarilla, imponente como un choclo de oro. Así dejaban pasar, calmados, sus días en hierba, entre langostas eléctricas que se adherían al piso de sus body boards. Nadie la miraba con interés, solo corrían con sus tablas para surfear el agua en tubos eléctricos de agua, disfrutando a full su país y la costa central del rico Perú, con paso sereno, la arena incendiaba sus pies felices.
Sus encantos pasaban desapercibidos para aquel goce eterno, a pesar de su gran tamaño, su figura arqueada , el cabello interminable, negro lacio azabache, que le besaba el hueso de la cintura, sus manos laboriosas, artesanas, que podían inventar dioses y aves mitológicas con un solo golpe de dedos sobre una rueca simple, cocinar la tierra y ofrecerla asada, sabrosa, con papas que hervían con poesía, en una fuente interminable de habas y jugos de guiso. Pero otros paladares le darían valor a esa comida, a ese gusto del cuerpo, estaba segura.
Luego de una tenacidad envidiable por la vida normal, logró encontrar en sus pasos sordos a una preciosa cabeza rubia de cejas pobladas, verdadera como nieve eterna, metodista yanki que caminaba fuerte por los barracones del Callao y hacía oler sus axilas como gas pimienta, que oscurecía su mirada cuando juntaba las cejas para hacer pensar en positivo a los choros del Puerto. Se llamaba Kurt Wisconsin y en su iglesia de Alabama se curaban los pecados con serpientes venenosas.
Ella, por lo tanto al ser bendecida como su mujer en una ceremonia fanática, con el manto bendito del dios sobre su cabeza, luego de interminables y viejos consejos maritales puestos en práctica, de la forma más conservadora pactada, dejó atrás su pasado nombre: Pamela a secas, sin nada más, y se bautizó ella misma, con el agua que le facilitaba la vergüenza escondida de sus nuevos documentos, como Pam Wiscosin, como un solo nombre, indivisible para los curiosos y las envidiosas.
[Redacción: Miguel Coletti. │Imagen de portada: Ilustración: Juan Carlos Yañes Hodgson/ foto ilustrativa: noticias.terra.com.pe]